jueves, 7 de mayo de 2009

Del juego a la gloria

Era roja. Brillaba como un diamante recien tallado y pulido. Era lo que un niño puede llegar a entender por la definición de perfecto. Había estado machacando hasta la exasperación para conseguirla. Todo lo que un crio puede ser de pesado, que ahí es ná. Era imposible que ese cumpleaños no cayera. Igual de imposible que los cuatro años anteriores en los que me acabé comiendo un jersey o no recuerdo qué. Con un gracias mascullado entre dientes y la decepción por bandera. Pero ese cumple apuntaba maneras. Nunca subestimes lo cansino que puede ser un niño. Se puede elevar la pesadez a la categoría de arte. Ya te digo si se puede. Como ver Lawrence de Arabia, El paciente inglés y El último emperador del tirón. Y por fin el esfuerzo obtuvo sus frutos. Llegó la tan ansiada bicicleta. Que no por ser poco original te hacía menos ilusión. De hecho casi llegaba a la necesidad porque correr con una tartana de nena detrás de todos tus amigos y de sus bólidos de ángeles del infierno rozaba lo humillante. Y ésta era genial en su sencillez. No tenía millones de marchas como las de ahora. Que va. Un plato, un piñón y así era como había que llevarla.. a piñón. ¿Que venía bajada?... a saco... ¿que venía subida?... aquí depende. De si ibas solo o no. Porque si ibas con amigos no echabas pie a tierra ni que se hundiera el suelo y se tragara media bici. El orgullillo, ya se sabe. Ese que aún hoy nos hace cometer alguna que otra tontería. Y la estrenabas con el borntubigüail resonando en tu cabeza, pose chulesca, marcando calcomanía en el brazo, corte de tazón al viento (porque melena, poca), solapas levantadas y actitud de nenavoyquepartolapana. Que era como había que estrenar las bicicletas. No estaba escrito pero se sabía. Pocas veces he repetido la misma sensación. Pocas he soñado con un imposible tan parecido al triunfo.

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