jueves, 14 de mayo de 2009

Espacios de juego

Agazapado en un rincón levantabas apenas unos centímetros la tela. Lo justo para comprobar si corría peligro tu seguridad. Una fracción congelada en el tiempo en el que unos rayos de luz y una leve bocanada de aire se introducían como ladrones, de un mundo extraño y ajeno al que estabas en ese momento, e invadían con insolencia e impunidad tu espacio y tu intimidad. Sin permiso. Luego, más tranquilo, deslizabas de nuevo la mano al interior y volvía la oscuridad. Y el silencio. Dabas rienda a tu imaginación y veías en tu mente, con transparencia cristalina, escenas que volaban de un sitio a otro sin demasiado orden pero extrañamente coherentes. Era tu lugar. No sólo físico sino personal. Ese que cuando eres adulto te pasas la vida buscando. Ese que muchas veces olvidas que necesitas. Ese que cuando tienes no le das importancia. El que, cuando no tienes, echas de menos. Y la emoción estaba tanto en tenerlo como en conseguirlo. Hacerlo era fácil cuando todo mutaba de su forma original a la que tu fueses capaz de darle. Para ellos eran las cañas que habías arrancado de las tomateras. Para ti los cimientos que sostenían tu mundo. Para ellos era la lona que tapaba el coche. Para ti la cubierta que protegía tu existencia. Para ellos un intento de cabaña hecha con restos. Para ti lo era todo. Todo lo que tú quisieras que fuese con independencia del filtro que aplicaban los ojos externos. Esos ojos que eran y son incapaces de entender. Que te cayera un chaparrón por el cómo era un peaje que pagabas gustosamente. Un daño colateral que asumías como parte del juego. Un juego que uno nunca debería dejar de jugar. Exista o no la cabaña.

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